Las utopías del inicio de campaña y la ascensión al poder cegaron el cambio, y restringen a las instituciones que sustentan a AMLO
Denise Dresser
CIUDAD DE MÉXICO (Apro).- Esa noche del 2 de julio del año 2000, en la explanada del Instituto Federal Electoral gritamos, lloramos, nos abrazamos. Repetíamos sin cesar: “logramos sacar al PRI de Los Pinos”. “Logramos una transición votada”. Eran momentos de algarabía, de triunfo compartido. Y no porque hubiera ganado Vicente Fox o el Partido Acción Nacional; eso era secundario y muchos habíamos contribuido a ese desenlace vía el voto útil de la izquierda sólo con el objetivo de acabar con el sistema de partido hegemónico. Celebrábamos la alternancia electoral, el fin del predominio priísta, el destierro de la mancuerna partido-gobierno que había obstaculizado el arribo de la democracia electoral durante décadas.
Ese momento marcó un hito histórico. Representó la culminación de una larga lucha para promover la competencia y nivelar el terreno de juego entre el PRI y la oposición. Habíamos logrado lo que Mauricio Merino llama “la transición votada” y lo hicimos impulsando la independencia del Instituto Federal Electoral. Llegamos a ese lugar porque creímos en el imperativo de la autonomía. La autonomía del IFE para que el gobierno no fuera juez y parte; para que no organizara, participara y después validara las elecciones.
Fueron tiempos de activismo y marchas y movilizaciones y negociaciones para ciudadanizar al órgano electoral, para sacar de ahí al secretario de Gobernación, para elegir consejeros independientes. Fueron lustros de reformas electorales imprescindibles, como la de 1994 y 1996, cuya intención fue hacer posible que la oposición contendiera en condiciones de equidad. Fueron años de construir un andamiaje legal e institucional que propulsó al PRD a ganar la Ciudad de México en 1997, y muchas posiciones de poder a partir de entonces. México se convirtió en una democracia electoral que la izquierda aprovechó para crecer y prosperar. Tan es así que en 2019 conquistó la Presidencia.
También fueron surgiendo otros órganos autónomos basados en la misma lógica: había que crear contrapesos al poder que se había ejercido de manera arbitraria. Había que proveer fuentes independientes de datos y métodos autónomos de evaluación.
Había que diseñar organismos regulatorios capaces de encarar el capitalismo de cuates y contener sus peores excesos. Había que construir entidades capaces de vigilar las políticas públicas y asegurar su buena instrumentación. Autonomía ante la arbitrariedad; autonomía ante la opacidad; autonomía ante la discrecionalidad.
Y de ahí el surgimiento de la CNDH, el Banco de México autónomo, la Comisión Federal de Competencia, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, el Instituto Nacional de Evaluación Educativa, la Comisión Regulatoria de Energía, el Coneval, el INAI. Un andamiaje con objetivos específicos pero también un sentido general: contener, auscultar, regular, evaluar, transparentar, medir y democratizar al gobierno. Impedir que resurgiera lo peor del presidencialismo priísta; impedir que un solo partido gobernara como quisiera y tras bambalinas; impedir el regreso al lugar de donde veníamos. La Presidencia imperial, el uso de programas de combate a la pobreza como instrumento electoral, el sometimiento de la educación pública al control sindical, la cuatitud como condición para ganar contratos y mantener monopolios en sectores clave de la economía, el manejo de la política monetaria desde Presidencia, con los resultados catastróficos que tuvo.
Detrás de cada órgano autónomo creado en los últimos 30 años hay una historia, una lógica y una razón de ser. Detrás de cada institución se buscaba crear un muro de contención. Y cada una tiene vicios y virtudes, triunfos y fracasos, aciertos y errores. Cada una —en diferentes momentos y por distintas razones— se vio afectada por la politización o la partidización o la intromisión gubernamental o la captura corporativa o la lógica de cuotas y cuates. Cada una también contribuyó al avance de Morena en los últimos tiempos.
AMLO utilizó información provista por el INAI para exhibir la corrupción peñanietista. AMLO se valió de las recomendaciones de la CNDH para denunciar la violación sistemática de derechos en Tanhuato y Tlatlaya y Apatzingán y Nochixtlán. AMLO usó evaluaciones hechas por el Coneval para criticar la política social de administraciones anteriores. AMLO no sería presidente si desde los noventa no hubiéramos peleado para tener elecciones competitivas y confiables, y eso se logró a través del Instituto Federal Electoral, ahora INE, con todo y sus múltiples defectos. Promotores de la 4T pueden montar hashtags y trending topics en Twitter desde sus teléfonos celulares porque la reforma en telecomunicaciones produjo regulación y competencia fomentadas por el Ifetel y la Cofece, lo que se tradujo en tarifas accesibles para los consumidores.
Por eso resulta una paradoja perversa que ahora López Obrador despliegue una “autonomofobia” cuya intención es desaparecer, debilitar o estrangular a instituciones que lo llevaron a Palacio Nacional, en vez de componerlas. Sin duda los organismos autónomos son mejorables, reformables, corregibles. Fortalecerlos sería lo deseable, lo democrático. No la promoción de iniciativas legislativas que buscan subsumirlos dentro de la estructura gubernamental. No la justificación de su destrucción en aras de un “cambio de régimen” que sólo entrañaría regresar a lo que tanto trabajo costó desterrar, ignorando la historia y sus lecciones. Todo el poder en manos de un presidente y un solo partido. Todas las decisiones tomadas de manera discrecional y sin auscultación independiente. Toda la culpa colocada en las entidades autónomas y no en los partidos o los presidentes o los gobiernos que torcieron su mandato e ignoraron sus recomendaciones. Acabar con las autonomías no sería un acto de transformación democrática, sino un acto de regresión autoritaria. No reflejaría a un movimiento que busca mejorar al país, sino controlarlo personal y palaciegamente.