Al contrario de resolver, estanca el sistema de salud, descalifica y se crea enemigos, en tanto ignora la gravedad del coronavirus
CIUDAD DE MÉXICO .- Los monstruos son anomalías, seres desproporcionados cuya presencia no augura cosas buenas. Son, en la literatura, metáforas del mal que, de alguna forma, simbolizan lo que los griegos llamaban hybris (una palabra casi intraducible que contiene el sentido de desmesura, soberbia, lo que sobrepasa una justa medida). Medén agan (“Nada con exceso”), dice el oráculo de Delfos previniéndonos contra ella, cuya presencia, semejante a los monstruos, genera tragedias.
El Estado es un monstruo —“el más frío de los monstruos fríos”, dijo Nietzsche— cuya mentira, “que se desliza de su boca es: ‘Yo, el Estado, soy el pueblo’”. No en vano Hobbes, en alusión al inhumano monstruo marino descrito en el capítulo 41 del Libro de Job, lo llamó El Leviatán, cuya figura, imaginada por Abraham Bosse, aparece en el frontispicio de la primera edición: un gigantesco rey de rostro hierático, que emerge detrás de las colinas armado con un báculo y una espada —símbolos de la soberanía y del uso legítimos de la violencia—, cuyo cuerpo está hecho de miles de seres humanos que, sometidos a él, contemplan su rostro.
Hace tiempo, sin embargo, que el monstruo comenzó a enfermar y su cuerpo a fracturarse en muchas violencias. Una monstruosidad conformada por el sometimiento de todos mediante el monopolio de la fuerza, tarde o temprano termina por devorarse a sí misma. Al igual que las estrellas o los átomos de uranio —dice Leopold Kohr— se desintegran porque la materia, de la que están compuestos, intentó expandirse más allá de sus límites, el cuerpo del Leviatán “se enferma con la fiebre de la agresión, la brutalidad, el colectivismo o la idiotez masiva (…) porque a los seres humanos se les desproporcionó y soldó en unidades sobreconcentradas, tales como turbas, sindicatos, cárteles o grande poderes”.
Figuras metafóricas que dan miedo
Contra esa evidencia, AMLO, que al asumir el rostro del Leviatán ha perdido su proporción humana, pretende sanar al monstruo concentrando poder, intentando regresar al Estado a esa fase en que el monopolio de la violencia prometía controlarla y desterrarla del cuerpo social, a esa época, en que su monstruosidad, como en la ilustración de Abraham Bosse, tenía el rostro de un rey soberano. De allí su obsesión por el respeto a la investidura.
Lejos, sin embargo, de sanarlo, su desmesura se suma a las incontrolables violencias desprendidas de su cuerpo. So pretexto de controlarlas —atacando lo que para él es su origen: la corrupción—, se suma a ellas y las aumenta: destruye el sistema de salud, descalifica y acusa de enemigos a las víctimas que las violencias del monstruo genera, ignora la gravedad del coronavirus e incentiva su contagio, insulta a quienes lo critican, invade los territorios autónomos e impone proyectos neoliberales que arruinan culturas y medioambiente. Investido con la frialdad del Estado se mimetiza con su mentira: “Yo, Andrés Manuel, el Estado, soy el pueblo y concentro la verdad”. Nadie de los que lo rodean, como un remanente de la monstruosidad de su cuerpo, osa contradecirlo. Fieles a una ancestral cultura de la abyección, ejecutan sus caprichos, haciendo que el cuerpo social se deslice hacia catástrofes cada vez más incontrolables.
El Leviatán está enfermo, grave. Es una monstruosidad histórica que, como tal, está destinada a morir. Quererlo sanar, devolverlo, como pretende AMLO, a la condición imaginada por Hobbes, es aumentar su gravedad.
Contra la desmesura, la proporción, la medida, la escala humana de la que habla la sabiduría griega y a la que las autonomías de los pueblos indígenas llaman. Contra la violencia fracturada del Leviatán, llena de ambición y control, el reconocimiento humilde de la proporción humana, donde las relaciones de hospitalidad, de solidaridad, de vida común.