EL ORÁCULO
Por: Esteban Espinoza
Por más vueltas que dé la política potosina, siempre hay personajes que parecen salidos de un libreto tragicómico. El caso de José Luis Romero Calzada, alias el Tecmol, es digno de un estudio, una novela, o al menos de una buena carcajada incrédula.
Después de años de lanzar piedras —y algunas muy pesadas— contra el gobernador Ricardo Gallardo Cardona, contra la Senadora Ruth González y el alcalde de Ciudad Valles, David Medina, ahora Tecmol aparece con la sonrisa intacta… y vestido de verde.
Sí, el mismo verde del Partido Verde Ecologista de México (PVEM). Ese que antes tildaba de cártel político, de fachada del narco, de maquinaria de corrupción, de engañabobos con despensas. Ese mismo partido es ahora su casa, su refugio, su nueva camiseta.
Y aquí es donde entra la risa, pero también la rabia. Porque más allá de lo pintoresco del personaje —que si baila, que si canta, que si reparte costales de dinero y frases grandilocuentes— lo que representa Tecmol es una radiografía del cinismo político mexicano. De ese que no se molesta ni en guardar las formas, porque sabe que la memoria de muchos electores es corta, y que en la política, el “yo nunca” dura lo que una selfie bien iluminada.
Este hombre, que del PRI brincó a Redes Sociales Progresistas, luego a Movimiento Ciudadano, después al PAN, y ahora aterriza con bombo y platillo en el Verde, no parece tener más ideología que la conveniencia. Lo suyo no es la política de convicciones, sino la política de “¿con quién me conviene ahorita?”.
Pero el colmo no es que cambie de partido como de camisa. El verdadero insulto a la inteligencia ciudadana es que se abrace con quienes llamó narcopolíticos, corruptos, ineptos, hasta denostó a sus familias —¡sí, sus hijos y esposas incluidas!— y ahora aparezca como si nada, sonriendo en fotos junto a ellos como si fueran viejos compadres reconciliados en una carne asada.
¿Y qué dice el PVEM? Bien gracias. Ellos lo reciben con los brazos abiertos, como si las ofensas fueran agua que no moja, como si la ética fuera una molestia menor en el camino hacia el poder. Porque aquí la congruencia no gana elecciones, pero sí lo hace el espectáculo.
Lo peor es que no es un caso aislado. Es el síntoma de un sistema en el que muchos políticos usan el discurso como disfraz, no como compromiso. Dicen lo que les conviene mientras les conviene, hasta que les conviene otra cosa. Y así, los ciudadanos son tratados como audiencia, no como electores conscientes.
Pero no todo está perdido. Esta clase de casos deberían servirnos para refinar el olfato político, para distinguir al que defiende ideas del que solo busca hueso. No hay que normalizar el cinismo.
Porque si nos reímos pero no actuamos, si nos burlamos pero seguimos votando por el que grita más fuerte o reparte más despensas, entonces la broma no es sobre ellos. Es sobre nosotros.
El Tecmol podrá seguir bailando, cantando y sumando partidos a su currículum. Pero la historia, la verdadera, lo recordará por lo que es: un político que cambió de color, pero no de ambición.
Y el color que más lo describe… es el del oportunismo.